La presentación de la programación del festival de música de Canarias 2017 ha provocado una sucesión de artículos de opinión, nunca como antes exclusivamente «opinativos», que han cerrado la discusión a dos modelos que se pretende opuestos y que aparentemente explican lo que es y lo que debe ser la gestión de la oferta de música clásica en Canarias. «Elitismo» frente a “todos” ha sido un boomerang retórico utilizado de forma recurrente en esta contienda de precarios argumentos, y convendrá que reflexionemos sobre los términos y sus implicaciones, porque se trata de conceptos esquivos y deliberadamente engañosos. Esta suerte de columpio argumental revela mucho de los posicionamientos de los opinadores en liza que, si bien legítimos de partida, constituyen un prístino reflejo de intereses y lealtades, aderezados con unas dosis razonables de sesgos, desconocimiento y confusa información. En esta medida, y aparte de un par de artículos que arrojan datos no comprobados sobre los movimientos detrás del escenario, la casi histérica oleada de defensas y contradefensas, ataques y contraataques, ofrece una pobre cosecha, en términos de reflexiones y valoraciones, sobre un evento cultural crónicamente polémico.

El Festival de Música de Canarias nació bajo la personal iniciativa del melómano expresidente del Gobierno de Canarias Jerónimo Saavedra, quien encomendó su gestión al también melómano Rafael Nebot Cabrera (1951-2008), licenciado en Filosofía y Letras por la Ulpgc. Nebot se hizo cargo de la dirección del festival desde su inicio, en 1984, hasta la edición de 2005. Durante esas veintiún ediciones concibió ese diseño «augusto» que lo convirtió en un evento altamente controvertido, y por otro en un certamen de un nivel y prestigio presuntamente internacionales. Entre 2006 y 2016, continuaron este modelo, con bastantes pocas variaciones, Juan Mendoza Rosales hasta 2009, y desde entonces hasta este año la recién cesada Candelaria Rodríguez Afonso, egresados de un concurso público de notoria opacidad.

Conviene analizar con un mínimo de detalle las características del modelo originario, en sus variables artística, social y económica, y promocional:

1) Modelo artístico

La propuesta artística cristalizó en época muy temprana en forma de una oferta de orquestas grandes, o grandes orquestas, para repertorio sinfónico, u ocasionalmente sinfónico-vocal, clásico, romántico y postromántico. El resto de los repertorios del canon de música clásica occidental, grosso modo, un 80% del mismo, mantuvieron una presencia al principio residual, y luego sólo testimonial. Ello nunca se justificó de forma explícita, pero se argumentó que este repertorio se presuponía como el favorito de un público retroalimentado, pero nunca identificado, y en que este corpus musical no era servido en nuestra comunidad al máximo nivel artístico. Eran un conjunto de conjeturas de muy dudosa exactitud y oportunidad. La «superioridad estética» del gran sinfonismo clásico-romántico, y muy concretamente del más tardío fin de siglo, no dejaba de ser una propuesta discrecional, pero una que respondía a los gustos personales de las individualidades del «lobby regente», No había ni hubo nunca nada objetivo en esa pretensión de superioridad estética, como tampoco es evidente que el público lo priorizara, al menos mientras no hubo uno fidelizado al FIMC que lo consumió de forma más o menos atenta o más o menos durmiente.

Que parte de las excusas oficiosas lo eran se demostró cuando el incremento en calidad y cantidad de la actividad de las dos orquestas canarias, la OST y la OFGC se materializó en una oferta anual de unos sesenta conciertos de repertorio clásico romántico que llegó a suponer una gasto anual superior a los doce millones de euros.

Los múltiples «portavoces» del Festival recurrieron al contrargumento de que el nivel de las «grandes / orquestas / grandes» contratadas ofrecía prestaciones de una calidad tan superior que justificaba la duplicidad de ofertas y el despilfarro consiguiente. Esto, a su vez, presuponía unas cuantas falacias: 1) que las prestaciones de las «orquestas grandes» invitadas eran, efectivamente, infinitamente superiores, cuando muchas veces no lo eran; 2) que el público percibía esa diferencia, que le importaba esa diferencia, y que esa diferencia era tan relevante culturalmente como para justificar tres ofertas solapadas en un archipiélago ultraperiférico de dos millones de habitantes; 3) y que «de facto» tenía rentabilidad cultural, e incluso económica, esa oferta desequilibrada de un canon muy limitado que es, paradójicamente, el más costoso de todas las artes interpretativas tras la gran ópera y la danza clásica escenificadas.

El Festival de Música de Canarias ha sido un Festival de Música Sinfónico-Romántica de Canarias, y, como tal, uno que obviaba casi absolutamente todo el resto de géneros y repertorios de la música de canon clásico occidental, desde el gregoriano hasta el Barroco Tardío y buena parte de la creación del siglo xx, desde el canto coral a cappella hasta la música de cámara. Reiteramos que algunos de estos campos tuvieron una presencia testimonial, con una, dos o tres apariciones en cada edición del FIMC. Lo censurable de esta opción es que estos eran precisamente los repertorios que no contaban ni cuentan en las islas con una oferta regularizada de nivel alto o medio-alto… y que son, además, bastante menos costosos. Aún más, se ignoraban dos de los fenómenos de oferta y consumo musicales más relevantes y revolucionarios del último tercio del siglo pasado, dos fenómenos, en cierto modo confluyentes: por un lado la recuperación de los repertorios anteriores al Clasicismo, y por otro la interpretación de estas músicas y de otras incluso posteriores con criterios interpretativos «históricamente informados». De nuevo, una decisión discrecional que sólo se basaba en los gustos personales del primer director y del «lobby regente», y que dejaba a Canarias alejada de vitales desarrollos de oferta y escucha experimentados en todos los centros de consumo musical occidentales. Aquello que se estaba convirtiendo en norma en el mundo discográfico y en los más ambiciosos puntos de producción cultural fue en Canarias siempre un fenómeno marginal o simplemente inexistente.

2) Modelo social y económico

La apuesta por ese formato extremadamente costoso, conformó una oferta con entradas y abonos de precios -caros- que sólo invitaba a la fidelización de estratos económicos altos y medio-altos de la población. Pero en los resultados también influían decisiones políticas y de gestión. Al no abaratar el precio de entradas y abonos, las capas sociales intermedias quedaban lógicamente excluidas de un consumo regular, y por tanto de una fidelización. Esta política pudo ser perfectamente leída y entendida, pues, como una suerte de «subvención cultural» a las clases más acomodadas, casi las únicas que podrían pagarlo, y que no tendrían que trasladarse al continente en busca de «espectáculos» tan caros. Otra opción hubiera sido la de incrementar dimensionadamente la financiación del Festival, para abaratar entradas y abonos, e incrementar la rentabilidad cultural y social del evento. En la misma dirección hubiera operado una ajustada reducción del número enloquecidamente alto de «orquestas grandes» contratadas, para favorecer con este ahorro el abaratamiento de abonos y entradas, compensando el subsiguiente descenso de los ingresos en taquilla. Pero las opciones en política de precios para un evento artístico constituyen un ecosistema sociocultural en sí mismo, y el Festival de Música de Canarias apostó por una opción que, en este sentido, sí ha sido decidida e indudablemente «elitista». Habrá quien saque a colación uno de esos tan inoportunos lugares comunes: los precios eran más bajos que en las grandes capitales de Europa… Seguramente, pero con los salarios y la estructura social de Canarias.

3) Modelo promocional

El Festival de Música de Canarias alardeó de ser uno de los más prestigiosos en su género en Europa, lo cual era sólo una verdad a medias. Como concentración de «grandes orquestas» y «orquestas grandes» en un marco temporal relativamente reducido tuvo cierta singularidad, pero no tanto en el producto ofrecido. Salvando los encargos de estrenos a autores internacionales, nacionales y locales, que puntualmente levantaron cierto interés fuera de nuestras islas, lo cierto es que las agrupaciones orquestales invitadas, salvo alguna excepción, pasaban por Canarias en sus giras por diversos destinos de la Península y el resto de Europa. En esos centros se presentaban no en régimen de festival, sino en temporadas regulares, pero de forma casi invariable, con casi exactamente los mismos programas presentados en Canarias. Los aficionados recordamos ocasiones en las que, de forma evidente, ciertas grandes formaciones utilizaron el inicio de gira en Canarias como su «ensayo general». Y, dado el modelo, era lógico que así ocurriera, pues hubiera sido impagable e irrealizable pedir a estas agrupaciones internacionales una exclusividad en los repertorios interpretados. Salvando los muy variables estrenos, la única singularidad del Festival fue la concentración en tiempo-espacio. Pero, paradójicamente, éste no era el modelo idóneo para el público preferente: el residente. Atrapado entre los dos abonos de las dos orquestas insulares, entre Navidades y Carnaval, en plena cuesta de enero, esta saturación de oferta pudo resultar densa de cara a la recepción, e inoportuna cara a la financiación de las entradas sueltas. El modelo debió haber buscado un formato más flexible cara a su público nuclear, el canario, que lo era y lo es por ser su consumidor casi exclusivo, y por ser sus administraciones, especialmente la autonómica, las que prioritariamente lo financian.

Pero la concentración temporal servía a otro objetivo propagandístico del Festival, cuya viabilidad nunca fue adecuadamente justificada, porque era falaz: convertir al Festival en un motor del turismo canario, pretendiendo complementar su prosaica marca de «sol y playa». Pero a excepción de un par de autobuses del Norte y del Sur, la aparición de algún director estrella semiretirado o algunos cruceristas despistados, el Festival no ha conseguido constituirse como un festival turístico al estilo de Salzburgo… Porque no puede. Para empezar el perfil de turista ha sido y es, con excepciones, uno hegemónico de sol y playa y de un estatus socioeconómico muy mediano. Las infraestructuras turísticas, tanto en el Norte como en el Sur de ambas islas, o en sus capitales, no ofrecen un ambiente de alto nivel. Pero, lo que es más importante, el producto ofertado es exactamente el mismo que el que se presenta de forma normalizada y regularizada en los principales centros culturales españoles y europeos. No tiene sentido pretender atraer a públicos occidentales a un destino habilitado para el ocio no cultural, ofreciendo un producto que tienen mucho más cerca sin cruzar el Atlántico. Los festivales, cuando son «temáticos», tienden a cristalizar en torno a otros cuatro grandes ejes programáticos: los muy populares de ópera y «música antigua», y los más minoritarios de música de cámara y música contemporánea… Y también es lógico, por el perfil de sus seguidores, y porque la oferta de estos géneros, la ópera incluida, es menos profusa y regularizada. Dicho eso, otra de los mitos propagandísticos del Festival no sólo era inviable. También era indeseable porque un proyecto tan gravoso ha de estar primordial y esencialmente dirigido a la comunidad que lo costea y consume: los residentes en Canarias.

¿Transición o muerte?

El último episodio lo ha desencadenado la pintoresca propuesta programática que para el año 2017 ha propuesto Benigno [Nino] Díaz, el director designado, sin saberse por cierto muy bien, porque, y en función de qué lo ha sido. Y este también es un punto que no conviene soslayar, y requiere una siquiera somera reflexión. Al margen de los éxitos o fracasos de cada uno de los hasta ahora cuatro directores –una cuestión harto espinosa–, lo cierto es que sus nominaciones para el cargo fueron todo menos objetivables y transparentes. Rafael Nebot fue designado directamente sin mediar concurso por Jerónimo Saavedra, y sin que se le conocieran muchos más méritos que su titulación humanística y su gran afición. El concurso abierto para designar a su sucesor, en 2006, fue lo bastante opaco como para que no se conocieran los criterios de valoración, ni para que se publicitara una lista de todos los candidatos en su orden y con las puntuaciones obtenidas. Eso permitió que, al cese por mutuo acuerdo de Juan Mendoza, en 2009, la Consejería recurriera a esa ignota lista del oscuro concurso de 2009, y se nombrara a la desconocida Candelaria Rodríguez Afonso. En principio, y según se publicitó oficiosamente, Rodríguez Afonso ocupó el puesto interinamente, para luego perpetuarse hasta este año, cuando ha tenido lugar el cese. Y un fenómeno similar se ha producido con el nombramiento discrecional de Benigno Díaz. La cualificación y méritos de los cuatro directores, en el momento en que accedieron al puesto, nunca ha sido detalladamente explicitados ni publicado. Y aunque con casuísticas mucho más variables por procedencia curricular, lo mismo ha pasado con los miembros de los comités asesores adscritos a la dirección del evento. ¿Tiene este hecho consecuencias en el modelo, sus eventuales disfunciones y la deriva del modelo? Podría ser. Pero hay un hecho clave: para la dirección de un evento como éste la administración puede optar por una designación a dedo o por un concurso público, pues ambas opciones tienen ventajas e inconvenientes. Pero en ambos casos es imprescindible la máxima transparencia a la hora de justificar los méritos del candidato escogido, sea cual sea el expediente por el que se le designe. Hoy por hoy, ni siquiera sabemos en calidad de qué actúa el Sr. Díaz, ni qué contrato tiene, ni siquiera para quién trabaja. Por no saber, no sabemos qué estructura organizativa tiene el Festival.

Hemos comentado la definitiva vocación «elitista» del Festival en términos socioeconómicos y de acceso de públicos. Pero, como anunciamos al comienzo de esta reflexión, otra cosa es cuando se utiliza en el campo artístico, y con fines indisimuladamente despectivos. Porque, ¿qué es un objeto artístico elitista? ¿Uno cuya complejidad formal dificulta la comprensión del público? ¿O uno sobre cuya superlativa calidad hay amplio consenso académico y crítico? Efectivamente, «elitismo» y “elitista” son boomerangs retóricos deliberadamente peyorativos, pero objetivamente ambiguos. Se puede argüir que la música de canon clásico occidental es una de las formas artísticas sonoras de mayor complejidad formal, y, «teóricamente», esta complejidad la convertiría en un artefacto artístico que podría plantear dificultades de comprensión. Lo mismo podría decirse de repertorios concretos de esa música clásica occidental, como ciertas vanguardias del siglo xx, o la polifonía tardomedieval y renacentista, por poner dos ejemplos eventuales. Pero, ¿cabe aseverar que el disfrute del público sea directamente dependiente de su grado de decodificación intelectual? La observación empírica parecería dejar en entredicho esa afirmación, pues la recepción del fenómeno musical –como la de cualquier otra expresión artística– opera a varios niveles. La no comprensión de la complejidad compositiva no anula el disfrute sensorial y el emocional, como tampoco impide ensanchar y enriquecer el conocimiento y las experiencias estéticas del público. Y, ¿qué hay de una alta calidad del objeto sonoro y de su interpretación? ¿Son estas variables indicativas de «elitismo»? Reformulémoslo: ¿la excelencia estética dificulta el acceso de los públicos? A no ser que se presuponga la estulticia generalizada de los públicos, y en concreto de los «nuestros», cabría argüir que todo lo contrario, y máxime en un nicho de consumo artístico donde los aficionados factuales y potenciales asumen y esperan calidad en el «objeto» y calidad en la su interpretación. Por ello, conviene aparcar el resbaladizo y trapacero término de «elitismo» y sustituirlo por el de «excelencia» o «calidad», una lógica y legítima expectativa cuando hablamos de consumo artístico. Como hemos expresado, no es el único requerimiento para un evento como aquel sobre el que reflexionamos, pero sí es uno irrenunciable.

¿Crisis cultural o crisis política?

La crisis planteada por la propuesta programática anunciada, es tal, una crisis, y una grave. Y no sólo porque rompa con unos hábitos o defraude las expectativas de un selecto grupo de consumidores de una dieta limitada y muy alta en colesterol. Si se quiere navegar a otro modelo sin perder público, o transformando gradualmente parte de él, hace falta una programación transicional, y esta propuesta es como entrar con un elefante en una cacharrería. Y por este modelo se confronta a un abonado adicto al ensueño de las orquestas lujosas y contundentes con un menú de pequeñas variedades de dudoso cachet e imprevisible calidad… Y tampoco parece que esta propuesta vaya a movilizar a los secularmente exiliados amantes de la ópera, la «música antigua», la interpretación «históricamente informada», y probablemente tampoco, de la estricta música de cámara. Tememos que la crisis ha provocado aún más confusión. Algunos parecen haber confundido la programación del festival con la política cultural general del Gobierno de Canarias.

Pero algo nos preocupa aún más. La discusión que nos ha entretenido estas últimas semanas oculta el verdadero problema: que la gestión política de la cultura en Canarias está, y ha estado, en las manos menos capaces. La notoria incapacidad de la Consejera, su Viceconsejero y su Directora General, para prever esta «tormenta», para aclarar las órdenes políticas y para ordenar su propia casa, debería bastar para apartarles de sus puestos, a ellos y a sus asesores.

Si algo tiene de positiva esta confusa discusión es que sirve como perfecto ejemplo de la incapacidad de los distintos gobiernos de Canarias para siquiera entender su papel como líderes políticos. No han sabido atender y ordenar las aspiraciones de los canarios, ni han controlado democráticamente la actuación de sus propias instituciones. E. Berlinguer decía hace veinticinco años que «la cuestión moral» que urgía a su país era la ocupación sistemática del Estado y las instituciones por parte de los partidos políticos. ¿Podría esto explicar la gestión cultural pública de Canarias de las últimas décadas? Quizá este sea un buen momento para parar y reflexionar.