Sinfonía del FIMC, I Movimiento: Quien canta su mal espanta

Sinfonía del FIMC, II Movimiento: Love is real, real is love

Sinfonía del FIMC, III Movimiento: Vivaldi, Brahms, Bartok y Svensson en la misma fiesta

Si hemos encontrado el FIMC es porque al fin nos hemos encontrado en él, en esta azulaya sonora que acoge a todos sin discriminar

Escuché en una cafetería decir a una señora, en una de esas conversaciones que suelen derramar grandes dosis de sabiduría popular, que «la manía es peor que la locura». Y debe ser cierto porque la manía adquirida por ciertos personajes de escribir por sistema en tono peyorativo sobre todos y cada uno de los eventos de esta edición del Festival Internacional de Música de Canarias exaspera y lo vuelve a uno irascible. Sobre todo, porque intentan esconder el único motivo para sus pataletas infantiles (sépase que tal motivación se resume en la pueril frase de «no te presto ni quiero compartir mi juguete»), arguyendo una miríada de crípticos razonamientos, en el mejor de los casos, que no los entienden ni ellos mismos y que se hacen añicos a poco que los remuevan.

Apoyados exclusivamente en el recuento de las cuentas que solo ellos tienen en cuenta: vacío total, medio vacío o había diez butacas vacías. Pareciera que la proyección cultural, la diversidad, la muestra de nuevas tendencias, la captación de nuevos públicos, la ampliación de la oferta y espacios, etc., no les interesase en absoluto. Me pregunto si esta gente escucha algo durante los conciertos, pues todo lo vociferado nos inclina a pensar que solo asisten para enumerar las butacas desocupadas y que en eso consiste su mayor placer al acudir a los mismos.

¿Acaso se precintan los festivales de música étnica, los recitales de poesía, las conferencias de pensamiento humanístico, las charlas sobre nuevas producciones literarias, las proyecciones de cine independiente, las exposiciones plásticas de vanguardia, las representaciones teatrales transgresoras, etc., si no producen un lleno absoluto o si cada uno de los eventos citados no generan idéntico entusiasmo de masas que un concierto de cualquiera de los artistas de la mercadotecnia cultural más apabullante? La respuesta es clara: ¡Claro que no! Y su defensa es tan cristalina como complicada de explicar, pues tiene que ver con ‘la utilidad de lo inútil’ que expone en su manifiesto homónimo el profesor Nuccio Ordine.

¿Por qué tratándose de un festival de música académica o música clásica (un reducto de lo marginal), como quieran denominarla, se presupone una respuesta siempre masiva? Efectivamente, esto se podría conseguir -que tampoco- si atendemos a los gustos más conservadores de quienes han gestionado estos festivales en la sombra durante estos últimos treinta y dos años, programando por enésima vez las archiconocidas ‘estaciones’ del cura pelirrojo, la ‘novena’ del genio sordo o la ‘titánica’ de Gustav. Pero estaríamos entrando en un círculo de contentaciones infinitas que desembocarían en un bucle involucionista. Todo se puede atender y, para que eso suceda, deben asumirse riesgos en beneficio del progreso y la democratización de la cultura, sin que esto suponga en ningún caso un desprecio al pasado y a la tradición.

Nuestro universo archipielágico es nimio y su complejidad infinita. Se establecen con facilidad los caciques y con fugacidad se enmudecen las bocas agradecidas, brotan por doquier los neverwets y agonizan tristemente las mentes lúcidas producto de un cansancio acumulado por el sempiterno movimiento enquistado de esta mediocridad reinante.

Nuestra realidad tangible, la física, la que nos produce un aislamiento por nuestras fronteras oceánicas, nos obliga a adiestrarnos desde pequeños en tres acciones para poder sobrevivir: nadar, callar y observar. De esta manera arrastramos siempre la sensación de encontrarnos en un estado de excepción hasta que nuestro corazón se resiente emocionalmente y a nuestra conciencia le afloran nódulos de los gritos que siempre emitió y nunca produjo. Hasta que despertamos e iniciamos una segunda fase obligada de aprendizaje que concentramos en el siguiente currículo: volar, analizar y denunciar. Desgraciadamente, este nuevo ciclo formativo no todos los isleños lo cursan.

No soy sociólogo y no me atrevo a elaborar diagnósticos categóricos sobre el estado de la situación, pero como obrero de la música y ciudadano del mundo, me aventuro a exponer algunas deducciones en base a lo que evidencio cada día en estas tierras dentro del panorama cultural. Mi derecho a opinar es legítimo y aquí lo comparto, pero sin mayores apegos. Si alguien tiene argumentos que rebatan mis opiniones y me convence, gustosamente modificaré mis conclusiones de hoy para convertirlas en las de mañana.

Durante muchos años, las clases más aristócratas de la sociedad canaria han secuestrado los círculos intelectuales y los han centralizado, rechazando a cualquiera que no naciese o bebiese de sus fuentes. Estos corpúsculos se han caracterizado por gozar de un amateurismo nada despreciable que han querido elevar a nivel de profesión, convirtiendo el ‘gusto por’ a la categoría de oficio.

Esta cuestión que arrastramos desde el siglo XIX (ya en 1888 se empeñaban en bautizar con el nombre de un célebre tenor italiano, Roberto Stagno, nuestro actual teatro Pérez Galdós, antiguo Tirso de Molina), nos ha creado por imposición una desubicación cultural de daños incalculables, pues han conseguido instaurar el complejo del isleño e inmortalizarlo. Con este proceder mezquino, estas mentes de comportamiento colonial han querido convertir, por ejemplo, un festival de música de Canarias en un festival de música de Salzburgo, sin querer aceptar que la imitación es necesaria para el aprendizaje, pero no para conformar una identidad propia. Sobre todo, si este constante espejo se convierte en espejismo y desprecia por sistema a quienes desean y trabajan por construir nuestra propia senda. Por ende, estos iluminados han conseguido crear aquello que denomina el antropólogo Marc Augé como ‘los no lugares’, es decir, un sinfín de centros comerciales, estaciones de servicio o autopistas culturales que son de cualquier lugar y de ninguna parte.

Podríamos pensar que, si todo es tan claro y justo, los responsables deberían perseverar en la dirección planteada y no titubear sobre su conveniencia y/o pertinencia. Pero la prisa del político es fácilmente amenazable y, ante la incertidumbre por su continuidad, cede a los chantajes de los que poseen el control de los medios de comunicación con mayor influencia en la sociedad, a pesar de ser conscientes de estar haciendo lo que deberían haber planteado hace muchos años. ¿Serán capaces nuestros representantes electos de soportar las presiones y no arrodillarse ante los caprichos del decimonónico lobby cultural que lucha por estirar sus días? Esta será mi particular Unanswered Question, en alusión al compositor americano Charles Ives que recientemente pudimos escuchar. Que el tiempo la responda.